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Sunday, July 3, 2011

La gente del maíz (en español)

Hay una ligera cobiha de nubes grises extendida uniformamente a través del cielo, hasta que no se puede detectar facilmente los movimientos del sol, y el cielo presenta el mismo superficio ininterrumpido a las 8 como a las 7.  La ambulancia de los bomberos voluntarios deambula despacito por una de las calles, la última calle lo cual eventualmente se dirige a la carretera de terracerio que sigue hasta San Andrés Sajcabajá. Tengo que describirlo asi, porque si utilicé el nombre official, que puede ser 4ta Avenida, nadie aquí va a entender lo que estoy hablando. Podría decir “La calle donde Doña Susy tiene su tienda,” o “la calle donde la Casa Social está ubicado” o “la calle donde ponen la rueda durante la feria” y entonces la gente si entiende lo que estoy hablando. Detras de la ambulancia, que para un rato, aunque parece que no haya ninguna emergencia como las luces no están parpadeando y la sirena no está atronando, un hombre jóven maniobra una bicicleta, encorbado encima de los manillares, su cara un estudio en concentración. Tiene un azadon el la espalda, cuidadosamente colocado en el espacio entre su pequeña mochila de nilón y la camisa de franela ligera, de cuadros verdes que él porta. El azadon tiene un cuchillo grande y plano que cabe perfectamente contra su cadera izquierda, y el mango de madera, curado por uso, extiende unos pocos pies por su lado derecho. Se va a trabajar en la milpa, o de él mismo o de otra persona.


Más arribita, después de haber cruzado a la izquierda en el primer camino después de donde se termina el pavimiento, veo una mujer jóven, cargando su bebé, envuelto a través de su espalda en una servilleta color morada, y cargando un guacal lleno de granos de maíz que han sido cocidos y desaguados; en camino a la molina poderada por un generador, sin duda, para moler el maíz para las tortillas del día. Nos miramos, intercambiamos sonrisas y saludos. Unos trabajadores posados encima de una nueva casa bajo construcción, un asunto de dos pisos hecho de ladrillos de cimento, lánguidamente tratan de atraer mi atención con sus pocas frases en ingles:  "Hello" "How are you?" "Good morning". Sonrio y les levanto la mano por encima del hombro mientras les voy pasando. Considero gritando, “Saq’iriq'” (buenos días en K'iche') pero tomo la decision que será más sábia a reconocerles pero no engranarles.

Todavía más allá, un hombre jóven, con su pelo más largo que normalmente veo en estas partes (curvandose suavemente hasta sus hombros), dirige un solitario chivo negro por una cuerda. Está vestido bien, con una camisa cuidadosamente planchada, abotanada por el frente, con un collar crespo, y pantalones en vez de jeans, y zapatos en vez de botas o zapatos tenis.  Un poco incongruente, a primera vista, con el chivo, por lo menos, a mi juicio. Pero necesito tener cuidado a no imponer una perspectiva ajena. No hay razón de que él no debe vestirse bien si lleva el chivo a algún lado para vender, o si tiene un mandado que requiere vestuario un poco más formal después de hacer lo que tiene que hacer con el chivo. O a la otra mano, si pone esta ropa solamente por le gusta, porque le hace sentir bien, porque piensa que posiblemente va a pasar, casualmente, la mujer a quién quiere dar una buena impresión, o si quiere impresionar a sus amigos con su elegancia, o al contrario, si eso es la ropa que tiene y ya.

Es un poco más tarde que la hora que normalmente pretendo caminar este camino, y también la gente están trabajando en otras partes de sus terrenos. Hay dos milpas donde normalmente veo personas trabajando, y siempre nos saludamos. Un campo queda por mano derecha después del punto donde el camino comienza su primer súbida. Y unos pocos cientos de metros más adelante, pasando otra curva, el camino se aplana por un rato y hay otros campos por mano izquierda. Pero hoy, o porque fuera más tarde o porque las personas sencillamente han adelantado en su trabajo, y nadie queda tan cerca para saludarme o ser saludado por mi.

La tierra alrededor de los tallos de maíz es un rico rojo barro, ahora cuidadosamente limpiado de cualquier maleza no necesaria, fresca y humeda con las lluvias de la estación. Un amigo ha estado molestandome para que yo leo Los Hombres de Maíz, considerado por muchos la obra maestra de Miguel Angel Asturias. Y yo entiendo porque, caminando por estas milpas donde soy privilegiado, como frecuentamente digo, a caminar porque quiero hacerlo y no porque tengo que hacerlo. Los campos no son planos aquí en el altiplano, pero los cultivadores siembran su maíz en hileras que tiernamente abrazan las oleadas y curvas de la tierra. En algunos lugares la milpa se posa a un ángulo precario en un pedacito de terreno arriba de unas piedras en una loma, un ángulo tan agudo que uno se pone a maravillar como la gente pueden sembrar, cultivar y cosechar sin saltar del cerro arriba y caer en medio de la carreterra abajo. Se siente el olor del humo de leña en el aire, acompañado muchas veces por el sonido rítmico de las manos de las mujeres formando la masa en la sustencia del día. Las tortillas son tan ubicuas, tan cotidianas que a veces necesito recordarme que cada grano de maíz representa un pequeño milagro. 


Cultivando el maíz, rompiendo la madre tierra, sembrando los preciosos granos de maíz cuidadosamente seleccionados de la cosecha del año pasado que uno ha sacado por sus propias manos de las mazorcas que luego van a alimentar el ganado, haciendo combate contra los animalitos que se festejan con las plantas tiernas… Todo aquello representa tanto amor, tanto trabajo, tanto sacrificio. Y yo también me recuerdo, o sea, los cerros mismos me hacen recordar, que la gente literalmente han muertos para poder tener estos terrenos. El sacrificio no es solamente lo del diario levantarse antes del amanecer y trabajar duro en los campos o en la casa pero los siglos y siglos de lucha para mantener o reganar terrenos, y los sacrificios más recientes que no fueron voluntarios pero el pago demandado por el ejercito. Yo sé, sin haber sido dicho detalles específicos, que en estas partes la gente fueron asesinado, torturado o desparecido. Si no en estos meros campos que paso casi todos los días, entonces un poco más distante en esta misma carreterra, o allá en otro camino que cruce. El rojo de la tierra me recuerda todos los días de la sangre que ha sido derramada aquí para que estos cultivadores y cultivadoras pueden seguir sembrando su milpa, cosechando su maíz, y alimentandose a ellos mismos y ellas mismas y a sus familias. Cada grano que está guardado y sembrado de nuevo es un regalo del pasado, llevando la sangre de generaciones, y un mensaje, un compromiso, una promesa de fé en el futuro. 

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